Autenticidad™: cómo ser uno mismo sin romper personaje

Entre el diagnóstico como identidad, el activismo como espectáculo y la pizza hawaiana como amenaza existencial, este texto es una sátira sobre el yo que se actúa a sí mismo... incluso cuando se atraganta con aquello que jura odiar. Spoiler: yo soy ese yo.

Vivimos en la era del ser como performance. Atrás quedaron los días en que la identidad era un misterio íntimo, una zona gris que solo se insinuaba entre silencios, contradicciones y miradas perdidas en el horizonte. Hoy, hay que contarse. Hay que narrarse. Y no basta con una biografía aburrida del tipo “persona contradictoria en búsqueda de sentido”: hay que convertirse en un relato coherente, vendible y, preferentemente, con merchandising.

Porque ya no es suficiente ser. Ahora hay que explicar qué se es, por qué se es, cómo se es, con qué luchas, contra qué opresiones, a favor de qué flores. La identidad ha dejado de ser un proceso subjetivo y se ha transformado en una producción multimedia. Y así, entre posts, reels y discursos preformateados, el yo se convierte en una especie de community manager de sí mismo, con la presión de generar contenido emocionalmente impactante las 24 horas.

El gran teatro psiquiátrico de la autenticidad

Tomemos como ejemplo la identidad neurodivergente, en particular el autismo. Antes, el diagnóstico era un punto de partida para comprenderse, cuidarse o resignificar lo vivido. Ahora, es una especie de pasaporte ontológico. Una medalla. Un rol. Una marca de agua que certifica que tu rareza tiene fundamentos. Es el comodín universal: “No es que no quiera ir a la fiesta. Es que mi cerebro está cableado diferente”. “No es que me encante corregirte, es que tengo pensamiento literal”. “No es que odie la pizza hawaiana con fanatismo militante… bueno, en realidad sí”.

Lo performativo llega a niveles teatrales. Gente que convierte su diagnóstico en un personaje. No porque el sufrimiento no exista, sino porque el personaje lo vuelve administrable, reconocible. En una cultura que premia el etiquetado emocional como si estuviéramos en una góndola de supermercado, ¿cómo no caer en la tentación de volverse uno con la etiqueta?

Y aquí entro yo. Autista diagnosticado. Usuario autorizado del pase libre para evitar llamadas y justificar odios inflexibles. Uno pensaría que este diagnóstico me liberó, que me permitió ser yo sin culpa. Pero la verdad es que, a veces, lo que hizo fue encasillarme en una autocaricatura con rigor clínico. Mi performance es ser autista, con todos los matices de sensibilidad, misantropía y lógica excesiva. Y dentro de esa performance, brilla con luz propia una de mis mayores cruzadas morales: el odio irreconciliable a la pizza hawaiana.

Ah, sí. Esa combinación profana de piña tibia y queso fundido. Ese atentado dulce contra todo lo que representa la salinidad sagrada de una pizza. Lo he dicho en todos los espacios posibles: la pizza hawaiana es un crimen gastronómico. Y, sin embargo, vivo con el terror real de ser atrapado en un momento de debilidad, devorando ese último slice húmedo de piña mientras busco una excusa coherente para justificar lo injustificable. Porque si eso ocurre, no solo traiciono mis papilas gustativas. Traiciono el personaje. Y ya no sé si soy yo el que lo creó, o si ahora él me gobierna.

Activismo como serie de Netflix

No se salvan los activistas. En muchos casos —no todos, pero sí suficientes como para incomodar— el activismo dejó de ser una práctica política y se convirtió en una identidad fija, un personaje que nunca puede dejar el escenario. La persona no puede dudar, no puede equivocarse, no puede decir “no sé” sin que alguien lo acuse de tibio, traidor o neoliberal en potencia. Cada gesto debe ser público, pedagógico y heroico. Militar se convirtió en un reality show con panelistas invisibles, donde lo importante no es tanto transformar el mundo como mantener activa la narrativa personal de estar transformándolo.

Es agotador. No solo para quienes lo miran desde afuera, sino para quienes lo viven desde adentro. Porque ¿quién puede sostener una coherencia absoluta sin perder humanidad? ¿Quién puede vivir en modo manifiesto, en loop, sin quemarse en el intento? El personaje lo exige, el personaje no duerme, el personaje quiere likes, quiere reconocimiento, quiere que cada contradicción sea leída como una “deconstrucción en proceso” y no como lo que es: ser humano.

La tragicomedia del yo narrado

El problema de convertirnos en relatos constantes es que terminamos siendo personajes atrapados en un guion que nosotros mismos escribimos, pero que ya no podemos editar. No es que mentimos. Es que nos repetimos. Nos volvemos versiones performativas de algo que quizás alguna vez sentimos auténtico, pero que ahora es casi una obligación. Porque si dejas de narrarlo, si dejas de representarlo, ¿quién eres?

Este texto es también un acto performativo (metarreferencia incluida, por si no quedaba claro). Estoy escribiendo desde mi personaje: el autista irónico, el que odia a la pizza hawaiana con pasión moralista, pero se ríe de sí mismo por hacerlo. El que mira a los demás actuar desde su performance, mientras se pregunta si la suya tiene más libertad que las otras, o simplemente más cinismo.

Porque, al final, ser alguien que cuestiona su propia identidad como discurso, también es un discurso. Y qué alivio da decirlo con cierta elegancia burlona, aunque sea para no caer en la tragedia de tomarnos en serio incluso eso.

Y, por supuesto, esta crítica no va dirigida a quienes, desde un activismo consciente y muchas veces incluso silencioso, logran esos pequeños cambios significativos que mejoran la vida de todos. Ellos no necesitan actuar: simplemente hacen.

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